ZDRAVKO DUCMELIC - LA REALIDAD Y LA PINTURA

Adolfo Ruíz Díaz

Studia Croatica, Año IX – Buenos Aires, 1968, Vol. 28-31

PARA mucha gente el trato con la pintura se resuelve y se agota en una clasificación incansable. Un cuadro, un pintor son pretextos para extraer un rótulo de la cabeza y adherirlo sin más trámite, con una suerte de confianza mágica, al nombre y a la obra. Cumplida la filiación, puede pasarse a otra cosa. Lo demás no importa. Estas simplificaciones ya no me indignan. Más bien me admira la tenacidad de quienes fatigan durante años y años exposiciones y museos para reiterar una operación tan aburrida. Dejo por ahora la reflexión de esta conducta a los psicólogos y a los sociólogos. Las páginas que ahora escribo no me autorizan a indagaciones de este porte. Todo lo que he dicho hasta aquí tiene un propósito mucho más concreto. Creo, en efecto, sin insidias y para fijar un punto de partida, que para los rotuladores de profesión la pintura de Ducmelic —y muy en especial la que ahora se reproduce en este tomo— debe resultar sobremanera incómoda.

Ducmelic pinta con una tranquila prescindencia de los esquemas consabidos. Su desdén no es una denuncia ni una deliberada disidencia. Es un hecho. No le preocupa colocarse al margen de grupo o corrientes, escuelas o sectas. No hace profesión de insularidad o de anarquía. Precisamente por eso, su obra nos ofrece un caudal de resonancias que sólo es posible captar, comprender, valorar, aceptar o rechazar desde lo que ella misma dice y siempre en estrictos términos de pintura. Contra lo que aconseja la retórica me he arriesgado a anticipar lo más arduo y lo más importante. Pero, a fin de cuentas, mejor así. En los últimos veinticinco años la pintura, con variable decisión, busca compromisos de diversa índole. En parte como una reacción contra las exageraciones de una pretendida pintura pura que prevalecieron en las primeras décadas del siglo. En parte, lo cual está muy cerca de lo anterior, como un modo de llegar a un público mucho más amplio y heteróclito que el de tiempos que llamamos felices olvidando sus catástrofes y exaltando las nuestras. Podría ampliarse el elenco de motivaciones. No hace falta. El resultado es que la pintura tiende hoy a buscar sus justificaciones fuera de ella. Contra la tónica vigente, la obra de Ducmelic, el sentido que orienta la evolución de esta obra y, para insistir, con inequívoca precisión sus últimos cuadros, está puesta a la convicción de que la pintura tiene un leguaje propio e irreductible. Mediante este lenguaje puede recoger las más variadas incitaciones y tomar parte en la despiadada incertidumbre que vivimos. Lo que su pintura niega, sin postular en la negativa ninguna voluntad doctrinaria, es que lo que un pintor dice debe encontrarlo en su pintura y desde problemas que su pintura le plantea.

Esta autarquía pictórica no ha sido, por supuesto, conseguida desde un primer momento. Uno de los puntos que habremos de tratar con mayor cuidado es la ya mencionada evolución de la obra de Ducmelic y, en particular, cómo habrá de entenderse esta biografía artística. Quede en pie desde ahora que toda forzosa incursión, por exigencias de la palabra, en otros campos presupone su arranque en la pintura y su último retorno y plenitud de significación en ella. Una pintura de fuerza comunicativa nada común lleva a pesar en las tentaciones y seducciones del lirismo. Una superstición heredada y de la cual no ha acabado de librarse el espectador medio lo lleva a identificar de entrada lo que el cuadro dice con una efusión de estados anímicos que atribuye al pintor y que éste pone en la obra. Una vez más, la pintura de Ducmelic desmiente esta clase de asimilaciones anticipadas. La pintura de Ducmelic, del mismo modo que no acepta ser vehículo de ideologías o pasiones dictadas desde fuera de ella, anteriores a ella en el contorno y profesadas sin referencia a la pintura, tampoco cede a colocarse bajo los dictados de una interioridad psicológica tomada como estímulo y exhibición, como un alma que se pinta para que los demás la comprendan y compartan. La pintura de Ducmelic ha de entenderse en cuanto obra, en cuanto realización operada desde una visión o una técnica, y no como un contenido que ha buscado su forma. Cuando un espectador reconoce en el cuadro de Ducmelic una insustituible experiencia de sí mismo, tal revelación no le viene de percibir emocionadamente la ilustración de un estado anímico o aun de un temple que considera suyo. La comunicación que Ducmelic establece reside en que gracias al cuadro el espectador participa de una organización que el cuadro y sólo el cuadro podría ofrecerle. La pintura de Ducmelic no frecuenta sino muy secundaria y prescindiblemente lo que la estética escolar y romántica del siglo pasado llamaba, con candor indudable, el plano expresivo. Es, por el contrario, un intento consecuente, trabajado, logrado a fuerza de lucidez técnica, de pintura cósmica. En vez de buscar y adular lo que ya éramos ante de vivirlo, el cuadro nos impone un mundo de pautas cuidadosamente calculadas. La vieja oposición entre inteligencia y sensibilidad, entre espontaneidad y previsión disciplinada queda abolida. Para recordar a Paul Valéry, la pintura de Ducmelic no suscita por imitación emociones ya existentes sin él en la vida diaria de cualquiera. Aspira a producir emociones sin modelo que el propio cuadro suscita y sostiene por acto de presencia. Un mundo, en suma, que nos incluye en su afirmación y que para ser captado obliga a nuestro ingreso a normas diferentes de las transitadas por nuestros comportamientos habituales. Espléndidamente sensorial a menudo, rico en sugestiones concretas, estos despliegues han de pasar para manifestársenos por la inteligencia.

* * *

MI PRIMER conocimiento de Ducmelic y de su obra remonta a 1953. Eramos dos recién llegados a Mendoza y no sabíamos absolutamente nada uno del otro. Nadie cumplió con la formalidad de presentarnos. El estaba pintando y durante un buen rato apenas si cambiamos las palabras indispensables para mantener la comodidad del silencio. Después, mientras secaba los pinceles, iniciamos una conversación sobre cosas del oficio que nos preocupaban a ambos. Desde entonces he asistido de cerca a las marchas de su obra y he escrito algo sobre ella. He podido participar de algunas de las horas difíciles que componen el destino de un pintor que quiere serlo de veras. Lo importante es que una amistad empezaba en la pintura, se ha mantenido sin que la perjudicara la inevitable intromisión de nuestras vidas diarias. Lo mucho que podría añadir pertenece ya a la biografía y a las confidencias. Quiero, no obstante, mencionar que hemos pasado muy buenos ratos juntos. Es un hombre que sabe escuchar y que sabe conversar. Le gustan los libros y uno de los caminos para aproximárseles es asomarse a su biblioteca. Solemos escuchar música juntos y más de una vez se nos han pasado las horas sin darnos cuenta repitiendo en el tocadiscos un coro litúrgico, una canción de su tierra, un cuarteto de Mozart.

Nunca acabaremos de saber si el camino que lleva a la obra de arte es una inquisición de lo inédito o el rescate cada día renovado, peleado y ahondado de lo que fue nuestra verdad inicial y que el paso del tiempo encubre, deforma, pervierte, aniquila. El interrogante es capital tratándose de Ducmelic. Su pintura no sólo es esencialmente culta sino que sería inexplicable sin reconocer en ella el paso de la historia. Ducmelic viene de una tierra de inagotables encrucijadas y dolorosas fronteras. La historia de su tierra es el entrevero de muchas historias que se combinan y se desgarran, se entrechocan y se matan, se fortifican y se rejuvenecen. Croacia es una de las más intensas patrias posibles. Todos estos conflictos están en la pintura de Ducmelic sin la menor concesión anecdótica. Resaltan con una suerte de forzosidad que suprime las cronologías para darle una nobleza que me evoca a ratos de lejanía épica y otros las premoniciones sin geografía de los sueños que nacen en los momentos más luminosos y terribles de la vigilia. Ducmelic ha extraído de su Croacia natal una versión que nos incluye a todos. Ni el menor asomo documental, ni la menor trivialidad pintoresca. No ha conservado ni los rostros ni los nombres. Esta Croacia es inseparable de los cuadros que ahora tiene el lector a mano y que no han perdido lo mejor de su esplendor en las reproducciones. Aunque ignora cuál es esa tierra que está presente en la pintura, que se hace en ella, el lector reconocerá el sabor de los combates, la acompasada marcha de los trabajos y los días, el mar inefable como la infancia y siempre renovando sus orígenes. Está la última soledad del vencedor y la última soledad del vencido.

Las figuras humanas que se afirman entre paisajes pétreos y geometrías milenarias no son seres utópicos, personajes efímeros. Son metáforas pictóricas de la destrucción empeñadas en llegar a la plenitud existente. Tan fuerte es la superación de las contingencias aislables que este mundo que Ducmelic construye parece venirnos de un futuro que surgirá cuando cese el tiempo. La patria de la memoria se da en pintura descifrada en el horror y la esperanza de un planeta que nos aguarda, cuyas leyes ignoramos, y sin embargo patente en su misterioso advenimiento y quizás erguido frente a nuestras ventanas si nos atreviéramos a abrirlas.

Pero todo esto de nada valdría si el protagonista de la pintura no fuera la pintura misma. Hay que borrar de cuanto he dicho cualquier contaminación literaria y transitar cuanto antes a los cuadros. Porque el orden cósmico que Ducmelic concita está dicho sin el menor descuido simbolizante, sin la menor adulación a las consabidas vulgarizaciones de los esoterismos de varia índole que andan por la calle. La pintura de Ducmelic, su versión honda de las raíces de su patria está construida desde la visión y la elaboración más precisas. En especial, no reposa en un juego de figuraciones sino que éstas, aquí está lo capital, son dichas desde la materia y mediante una ardua exploración de ella. Se advierte ahora con más nitidez por qué me parecía indispensable advertir desde un principio, corriendo el riesgo del exabrupto, la condición autárquica de la pintura de ella y la violencia que implicaba internarse en ella desde los instrumentos inadecuados que son las palabras. Se advierte ahora, espero, la gravedad de advertir la ausencia de intenciones doctrinarias, en la acepción más amplia, de esta pintura que contraría en su veracidad a toda trasposición elocuente y que se aparte de cualquier programa.

A lo largo del tiempo, la reflexión estética ha señalado una dialéctica fundamental cuya gravedad sólo se advierte cuando se penetra sin interposición de vanas teorías el proceso de la elaboración artística. Los términos de esta dialéctica son, para usar denominaciones latinas, el arte y la naturaleza. Por un lado están las dotes del operante, esas capacidades que ninguna adquisición podrá suplir en caso de ausencia. Por otra, lo que puede adquirirse y cuya posesión exige el ejercicio ahincado, la disciplina. El "arte" en este sentido se distingue de la mera habilidad adquirida por experiencias reiteradas en que incluye como ingrediente esencial un saber, una claridad dada no por la operación sin más sino por la reflexión inteligente. Lo que distingue al "arte" o técnica, pues, no es tanto la aptitud para producir algo determinado, sino la seguridad en el conocimiento acerca, de qué es lo que se quiere hacer y la razón de cada uno de los pasos para llegar a dicho resultado. De acuerdo con esta concepción que suele llamarse clásica y que aparece formulada ya con notable rigor por Aristóteles, el "arte" es ante todo producción inteligente. Es, distintivamente, un saber, un alto modo de conocimiento organizado en un cuerpo trasmisible de conceptos. Y aquí surge la dialéctica mencionada.

Ambos ingredientes, la naturaleza o fondo de capacidades requiere para su realización del concurso del arte. Pero todos los saberes adquiribles se quedan en mera ficción externa de arte cuando no se implantan en una naturaleza adecuada, cuando su adquisición no viene solicitada por un mandato de esa naturaleza que quiere realizarse. Apenas se exagera en el proceso artístico el momento de la naturaleza y se llega a afirmar que bastan las aptitudes para la realización de la obra, se advierte que el otro momento, el saber adquirido por ejercicio reflexivo a lo largo del vivir del artista era tan necesario como las dotes. Y, recíprocamente, cuando se quiere reducir la obra de arte a un resultado del "arte" sin más, al ejercicio de una técnica adquirible sin dotes personales e intransferibles, surge con igual necesidad la referencia a esa capacidad que es de cada cual y que ausente hace de Ias obras fabricaciones más o menos hábiles, más o menos valiosas en cuanto tales, pero irremediablemente al margen del campo estético.

He querido repasar estas cuestiones de sabor inevitablemente escolar para destacar un punto que la aparente familiaridad de siglos con estas ideas suele pasar por alto. Conviene destacarlo porque la obra de Ducmelic lo suscita y lo plantea con una acuidad peligrosa y admirable.

La concepción clásica de la técnica en su acepción más fecunda muestra que si bien hay una dialéctica entre las aptitudes personales y la técnica que se adquiere, ésta última no es una adición al fondo personal, algo así como un instrumento añadido a lo que ya se tenía y que es realmente lo nuestro. Porque la técnica se adquiere, a su vez, gracias a una aptitud, una capacidad o talento que ninguna técnica es capaz de suplir. Entre todas las aptitudes que componen la personalidad de un artista está y en rango descollante la aptitud técnica, tan suya, tan personal, tan espontánea y tan insustituible como las otras. La oposición de técnica y espontaneidad sobreviene cuando se malentiende lo que es la técnica. La oposición tan llevada y traída resulta cuando la técnica no es técnica sino mero oficio. El oficio es el ejercicio desviado de la técnica, la trivialización mecánica del arte privado de su implantación profunda en la personalidad del artista. Si se prefiere una fórmula más vivaz, el oficio erigido en papel de protagonista es el manejo de medios sin conexión con reales problemas. Es arte sin vida. El verdadero dramatismo de la dialéctica, que hemos traído al recuerdo consiste, pues, en que al correr de la vida de un artista, cada una de sus operaciones está amenazada de falsificación. Apenas desaparezcan los problemas que mueven su pintura y que implican y ponen en movimiento la totalidad de ese hombre que quiere ser el artista, este incurrirá en una falsificación no sólo de sus obras sino de sí mismo. No sólo propondrá obras de arte aparentes y esencialmente fraudulentas sino que él mismo quedará viciado de fraude en cuanto hombre — ya su vida no será cabalmente suya. Por eso no está mal afirmar que el artista se juega la vida en una de sus obras.

La cuestión que Ducmelic nos plantea es la del pintor dotado de una extraordinaria aptitud técnica con un ejercicio sin pausa y aclarada con un aprendizaje de la mejor tradición. Cada uno de sus cuadros importa un riesgo máximo. El pintor hoy para subsistir debe afrontar la despiadada exigencia de un mundo por la producción en masa. El paso al éxito se abre hoy en medida abrumadora por la cantidad de obras que un artista puede lanzar al mercado. La pregunta sin escapatorias que nos formula con el peso de su labor constante un pintor como Ducmelic se concreta en una lucha entre las facilidades de una técnica capaz de indefinidas proezas y de una vocación que sabe con dolor y alegría que cada cuadro o es un problema que no admite estratagemas o es un mero artefacto que se vende para colgarlo en las paredes.

Más de una vez, al asistir a su producción caudalosa, he temido por la suerte de Ducmelic. Me he propuesto no incurrir en confidencias biográficas y no me extenderé en relator los momentos de angustia que he entrevisto a lo largo de una amistad de quince años. Basta la obra realizada, desde el cuadro al esbozo más sumario, para responder a estos interrogantes. Ducmelic ha sabido vencer las tentaciones. Nunca, en Ducmelic el dominio del oficio sofoca el problema original del cuadro. Lo dicho hasta aquí ha tratado de colocar esta autenticidad en su verdadero dramatismo. Al abarcar el conjunto de su obra se advierte ya, y la advertencia se hará cada vez más precisa en el futuro, que cada etapa que Ducmelic ha transitado lleva a la siguiente con una probidad inquebrantada. Cuando una de las fases le anunciaba que podía rebajarse a fabricación, cuando ya el oficio se bastaba a sí mismo, Ducmelic no ha vacilado en suspender la tarea y ha buscado la purificación de una nueva vía o, lo que es más admirable, ha suspendido el ejercicio de la pintura para sumirse en la búsqueda de problemas. Suele señalarse en Ducmelic lo mucho que ha pintado. Me interesaba ahora recordar que esa labor encierra pausas que él se ha impuesto. Si lo admiro por lo que ha pintado, no lo admiro menos por su valentía para dejar de pintar cuando creía que así lo requería su pintura.

Desde muy temprano tuvo Ducmelic en sus manos los elementos para incurrir en los seductores fraudes del virtuosismo. Desde el dibujo sumario hasta la obra largamente elaborada, la gratuidad diestra, la felicidad no padecida estaba al acecho y prontas a pagar los gastos del soborno. Ducmelic ha sabido dominar sus dotes. Y esto también en la medida en que ha sabido aceptarlas. El culto a la falsa espontaneidad hoy bien cotizado es, no quepa duda, uno de los modos más insidiosos de aparentar autenticidades. En el temor de que se advierta la entrega a un oficio salido de sus aptitudes, más de un artista se dedica a simular problemas operando contra lo que sus capacidades o naturaleza le permiten. Esta distorsión de las dotes se hace en vistas a fingir una tensión que es meramente, a lo sumo, psicológica, no artística. Así como si un barítono quisiera comunicar sinceridad a su canto poniéndose a cantar como soprano. Ducmelic ha sabido aceptar sus fatalidades. Para poner un solo ejemplo, no ha rehuido esa cualidad del vigor manifestado sin jadeos que es la elegancia. Tanto en el trazo de una soltura muscular capaz de precisiones delicadísimas sin imponerse pautas de ninguna geometría como de la belleza sensorial del color, Ducmelic ha arrostrado el reproche de los falsos violentos. La ropa bien cortada no es menos viril que las exhibiciones interesadas de los harapos del falso profeta. Le media voz no es menos recia que las vociferaciones. Ducmelic se ha realizado y se realizará desde las virtudes que le ha impuesto su destino.

Es costumbre al hablar de un pintor delimitar las etapas de su trayectoria. Confieso que, en general, el procedimiento no me es simpático. No tanto por su intención aclaratoria o ilustrativa, sino porque sus fundamentos suelen quedar demasiado borrosos. Su principal defecto estriba en presentar como situaciones definidas y definibles lo que sólo se comprende a la luz de un proyecto o signo dinámico anterior y más decisivo que las presuntas etapas. Sólo desde este proyecto total las divisiones pierden su incómodo carácter de segmentos para mostrarnos lo que en rigor es una marcha unitaria hacia una meta que el artista busca para ser él mismo. Para decirlo mejor, la clave de este proceso es biográfica antes que estrictamente estética. Sea como fuere, con las páginas que anteceden, no veo inconveniente en esbozar períodos o fases en Ia obra de Ducmelic. He tratado ya de dilucidar lo que entiendo por su modo de concebir la pintura y como ha puesto su vida a ella. Cuanto sigue ha de leerse con obligada referencia a este contexto y aún así sin considerarlo más allá de lo que autoriza una comodidad expositiva.

* * *

CUANDO DUCMELlC llega a la Argentina, 1949, ha dejado atrás los titubeos del novicio. Es lo que suele llamarse un pintor formado: ha empezado a decir lo suyo, ya su pintura se orienta a la apropiación personal de los medios aprendidos. Estos han atravesado el ineludible balance que anuncia los primeros pasos en la responsabilidad completa del propio camino. Su aprendizaje ha sido intenso y rico. Ha visto mucho. Ha superado para siempre la temible desproporción entre lo que se sabe por información y lo que realmente se conoce. Este aprendizaje ha sido cumplido en uno de los lapsos más brutales de la historia. Ducmelic pertenece a una generación europea que tuvo que definir su vida personal en años en que ya parecía tarea superior a las fuerzas humanas mantener la vida física. Una época que por razones de horror tendemos a olvidar demasiado fácilmente y en que todos, cerca o lejos de las catástrofes, sentimos que se nos derrumbaba cuanto creíamos más seguro y más querido. Su pintura de los primeros años argentinos muestra inequívocamente Ias cicatrices de estas peripecias, pero también una intensa convicción de haber sobrevivido a ellas gracias a su fe en la pintura. No es cuestión de hacer frases. Pero en hombres como Ducmelic, la pintura ha sido una salvación, una acentuación de la vitalidad cuando casi todo hablaba de muerte.

Esta pintura de los primeros años argentinos prefiere una gama baja aunque no sorda. Los pasajes son nítidos. La evidente aunque mesurada inclinación expresionista está equilibrada por un aplomo arquitectónico donde la materia adquiere importancias decisiva. Ya se perfila lo que será, en todo momento, uno de los rasgos definitorios de Ducmelic: la afirmación del orden de la corporalidad comprendida desde el movimiento. El trazo obedece con ágil firmeza a la memoria. Ducmelic cuenta ya, como los pintores del Renacimiento, con lo que André Lhote consideraba indispensable para la invención pictórica. No necesita acudir al modelo sino como pauta correctiva y muy de tarde en tarde. Ha llegado a la comprensión de los cuerpos en cuanto organizaciones y puede permitirse un amplio juego de trasposiciones sin violentar lo que es una figura humana, lo que es un caballo, lo que es un árbol o una roca. Ducmelic inventa sus figuras y las aproxima a su estructura perceptible o analizable hasta el punto justo en que el expresionismo podría volverse naturalidad y, de seguir por esta vía, decidido y aburrido naturalismo. Un expresionismo respetuoso de una realidad en lo que tiene de íntima presencia en cada una de sus manifestaciones. El expresionismo se detiene cuando Ias formas podrían trocarse en símbolos o ademanes de una situación del pintor antes que un orden universal que gravita en cada componente. Encontramos en una solución concreta lo que adelanté al principio cuando califiqué a Ducmelic de pintor cósmico. Pero precisamente por estar interpretado en cuanto totalidad omnipresente, el orden mismo y cuanto lo compone suprime cualquier veleidad de atenerse a los datos inmediatos de la visión cotidiana. Ducmelic endereza ya su pintura a lo que será una afirmación precisa en los cuadros que el lector encuentra en esta revista. Si se entiende por realismo la aceptación de un orden que nos trasciende y que no estamos en derecho de modificar según nuestro arbitrio, Ducmelic exhibe en esta etapa el anuncio bien articulado de una vocación realista. Pero entenderlo así supone precisamente una supresión metódica del naturalismo, en primera instancia, y, en el plano más importante, una corrección del expresionismo. en cuanto finalidad autónoma. Vistos desde hoy, los cuadros de Ducmelic de la etapa que comentamos responden, a un espíritu decididamente clásico. Imaginación y razón marchan de acuerdo para que la obra sea un orden que, en cuanto tal, no refleja pasivamente lo que la percepción usual ofrece. Pero en la construcción de este orden, los seres y las cosas que la pintura propone guardan en relación con el orbe pintado una forzosidad lúcida de la misma índole que la que el pintor reconoce y reverencia en el orden total o universo. De aquí que el orden del cuadro, siendo como es estrictamente pictórico, se integra con el orden universal y, en cuanto obra de la inteligencia, es un paso o esfuerzo para comprenderlo. Cuando digo, insisto, es en esta primera etapa más una intención que un logro, más un gesto hacia el futuro que una posesión sin quiebras. Pero la salvedad subraya antes que debilita lo que hace Ducmelic hacia 1950 un pintor definido. Ya está en marcha el proyecto que guía toda su pintura y que antes que cualquier delimitación en etapas permite reconocerla.

En la instauración de este orden se destaca la función que cumple la materia. Mejor dicho, la búsqueda con frecuencia obsesionante de una transfiguración de los materiales para traducir una suerte de misterio insoluble en la trama que sustenta las cosas y los seres. La unificación del cuadro proviene en esta etapa más de esta materialidad que de la composición espacial o de los acordes cromáticos. Estos son reducidos a un mínimo para hacer valer con mayor relieve una combinatoria de espesores, densidades, asperezas y frotes. La materia pintada es manejada con una franca intención inquisitiva y aun temeraria. Se procura llevar al óleo por incorporación las opacidades de la pintura al agua. Lo cual, a su vez, enriquece, complica y diversifica el soporte en capas sucesivas. Así, Ducmelic suele separar los diversos estratos con papeles pegados para obtener una superficie de apariencia desconcertante. Sin embargo, este arduo proceso de elaboración, esta trituración de las normales posibilidades de los pigmentos no constituyen una finalidad última. No hay duda que tales heterodoxias cumplieron un papel purificador. Son la eliminación de los últimos rastros de la escolaridad que, para su comprensión definitiva, son puestos a prueba, negados, afrentados. Pero de todos modos el cuadro no se reduce a poner en trance materiales: todavía al menos no cabía predecir que Ducmelic se apartara de una visión en favor de una elaboración de objetos. Hasta en los cuadros ignoro lo que pensará hoy Ducmelic de ellos en que la primera impresión lleva a preguntarse cómo están hechos, en que pasa a primer plano el proceso y por él parece exhibirse un resultado que llama a nuevas manipulaciones, queda en pie el orden dominantemente visual, la cualidad decididamente formal que los sostiene. Ducmelic, por vía de contradicción, corrobora el acento inteligente y no sensual de su obra en esta aventura de la sensualidad que aflora con harta frecuencia y hasta obsesiona a ratos su etapa argentina.

Orden y materialización, aventura de taller y una última prudencia que vigila, dicen, el sentido temporal del cuadro. Por un lado, literalmente, Ducmelic acepta que el cuadro es tan efímero, tan destruible como el mundo que acaba de salir de una etapa puesta a la destrucción. Por otra, esta mezcla de materiales tiene algo del revolver entre las ruinas para salvar entre los escombros algo que nos permita seguir viviendo y, dando un paso más, preguntarse si todas estas destrucciones no ponen a la vista que hay una instancia profunda incólume a las locuras de los hombres y capaz de salvarlos. Si atendemos a la temática, si bien asoma de vez en cuando una imagen de insinuado halago, una cara de mujer, una ondulación aereada de telas, un toque de nubes o de hierbas, estos cuadros tan densos en su índole palpable están tocados de una ambigüedad irreductible. En cuanto obras, en cuanto actos, en cuanto pintura afirman una esperanza en la tarea y desde ella la confianza en un orden que el mismo cuadro edifica en consonancia con lo que existe. Pero estas decisiones no acaban de pagar una tensión de signo opuesto. La tarea de pintar, el cuadro, el orden que ese cuadro reconoce y manifiesta, son a la vez encubiertamente una suerte de amenaza, una insinuación de que el paso de la ilusión forjada a la realidad indudable depende o de una gratuidad de nuestras propias opciones o quizás de un don que a lo sumo cabe entrever pero que apenas interrogado se nos escapa. Cabría así conjeturar si la pintura de Ducmelic no vive en esta etapa de una raiz más religiosa que estética, si el realismo que un análisis pictórico autorizó a atribuirles no consiste más bien en una difusa angustia ante lo sagrado.

***

ENTRE LAS POSIBILIDADES de esta primera etapa se discernía sin violencia, quizás más claramente en las témperas que en los óleos, la no figuración que dominará en la obra de Ducmelic entre 1958 y 1965. En este lapso, Ducmelic dijo lo suyo en un movimiento que atravesó en múltiples variaciones, toda la pintura. La inquisición de procedimientos se despliega en un esplendor de superficies y texturas llevadas, sin pérdida de vigor, a luminosos refinamientos. Las tensiones se atenúan y crece una indudable alegría en el manejo del color y de los espacios. La libertad y el rigor, el trabajo y el juego se concilian en una producción que, comparada con la etapa anterior, se distiende en la precisión cuidadosa de una fiesta. Como es inevitable preferir, no vacilo en afirmar que dejando aparte toda valoración en esta etapa de Ducmelic están los cuadros que más me emocionaron. Sigo creyendo que aquí está la decidida entrada en la madurez de su obra.

La visión no figurativa no anula la materialización organizada de los años anteriores. Ducmelic se alistó en el ala reflexiva de este movimiento y una vez más no cedió a las improvisaciones, caprichos y travesuras que a menudo lo distorsionaron. Por lo demás, el dato no sobra, Ducmelic nunca, dejó de realizar figuraciones. Una y otra vertiente, en la interioridad de su proceso y aun en sus resultados transcurrieron no sólo sin oposiciones sino que se complementaron. Acaso podría señalarse que más de un cuadro no figurativo es la versión de otro en que el problema ha aparecido desde la figura.

Una suntuosa cualidad de bellos objetos. Ducmelic cambia de gama maneja con particular placer el tono sobre tono en los fríos. Articula enrejados y redes con una renovada gracia que hace pensar en ocasiones en la música, con frecuencia en los tapices de su tierra o, también, en alusiones vegetales y acuáticas. Hay un rescate de los recuerdos, un modo de decir cosas que nos gustaron hace mucho tiempo sin representarlas, mostrándolas en los sesgos de un color o de una trama, de una luz insólita que atraviesa los verdes y los azules. El taller no descansa. Los procedimientos varían en sucesivos ensayos. Particularmente feliz es la utilización de tintas de imprenta en veladura sobre una base de óleo y la aplicación de materiales como el yeso, diluido para variar los soportes. Pero la impresión que domina en contraste con la etapa anterior es el triunfo de lo traslúcido y transparente sobre lo pastoso, grave y opaco. Sin debilitarse en sus postulados, el orden del cuadro acepta y cultiva una visión luminosa contra la anterior preferencia a subrayar lo impenetrable y terreno.

Se habló de un deslizamiento hacia lo decorativo. Nada más cierto a condición de quitar al término el estúpido menosprecio que aun se le impuye entre nosotros. Decoración, claro está, porque el cuadro está construido con vistas a un contorno habitable: una casa, una habitación en que se hacen horas de nuestra vida. Decorativo, porque el cuadro también aspira a ser estimado como una cosa entre las cosas y acepta, cuando llega el caso, pasar casi inadvertido, como un ingrediente en el orden que nos rodea y lo rodea. Inadvertido pero no gratuito o prescindible. Su supresión pondría en peligro la totalidad en que funciona y que quizás elegantemente gobierna. Sólo la gran pintura puede asumir alternativamente papeles de protagonista o de una voz en el coro. Su calidad se advierte en que el coro tiene que ser digno de ella. Yo le preguntarla a quienes disminuyen la decoración frente a una presunta pintura mayor si no corren el riesgo de quedarse demasiado solos y de despoblar la mejor tradición de la pintura.

Por estas fechas, más bien hacia el final de su período no figurativo, Ducmelic produce construcciones corpóreas. Se propendió, me parece, a tomarlas un tanto a la ligera. Aparte de que me gustan mucho, quisiera deshacer esta confusión de la gracia con la frivolidad o la insignificancia. Lejos de constituir un intermedio o una diversión, estas invenciones entre escultóricas y arquitectónicas son indispensables para descifrar uno de los momentos más problemáticos de la carrera de Ducmelic.

Ducmelic no vaciló en trabajar estas construcciones con todo el saber que le aconsejaba su pintura. La aparente entrega al juego y aún lo que de juego tienen no les quita su carácter necesario en el desarrollo de la obra entera del pintor ni menoscaba su valor de investigaciones estrictas. Ducmelic, como en el pop art requisa los componentes en el contorno. Revuelve viejos arcones de cosas en desuso, rescata pedazos de metal y de madera. Forja, clava, tornea, ensaya pátinas. Trabajo sus construcciones hasta quitarle todo rastro de acopios o ensamblamientos de materiales azarosamente recolectados. No se entrega, como suele hacerlo la versión dominante del pop, al resuelto mal gusto, al agresivo además antiartístico. En su cordialidad de juguetes posibles, saben guardar las distancias. Tocarlas, sí. Pero de acuerdo con un rito delicado y preciso. "A veces —escribí con motivo de una exposición— admiten ... el movimiento físico y hacen del cambio una duración organizada... Mucho más cabría acerca de estas obras. Cabria preguntar, por ejemplo, si no estamos frente a una de las mutaciones más arduas de nuestro tiempo: la conquista de operaciones que ya no son ni escultura ni pintura y ya han dejado de ser vacilantes acumulaciones viciadas de azar, meras cosas entre cosas".

Las invenciones corpóreas de Ducmelic han surgido, me parece, de la incitación hacia la visión desde múltiples ángulos que elabora su etapa no figurativa. Son una consecuencia de la ruptura de la composición "clásica", cerrada en sí misma y fundada en la autoridad matemática de sus centros organizadores. La exigencia "clásica" de que el espectador adopte el punto de vista único que el cuadro postula es puesta en cuestión por una pintura que no representa nada explícitamente emparentado con la experiencia diaria. El espectador no cuenta ya con una primera referencia o punto de apoyo en su recuerdo. El cuadro le sale al encuentro obligándolo a inventarse un modo de percibirlo, le impone la responsabilidad de una conducta que, en primera instancia, al menos, el cuadro no le comunica. En resumen, que el espacio del cuadro no representativo se nos aparece como una ruptura con el espacio habitual o corriente, por un lado, y lo que hasta ahora se consideraba espacio pictórico, por otra. Al no aludir de ningún modo a cosas que ya conocemos, el espacio de la no figuración consiste en una imposibilidad de actuar con él de acuerdo con nuestros hábitos. O, más precisamente, esta imposibilidad proviene de que funciona más como una cosa que como una imagen.

Que el cuadro no representara nada equivalía a romper con algo más grave que gustos o convicciones estéticas. Lo que la no figuración pedía era darse a los riesgos de nuevos esquemas de comportamiento que acaso permitieran reingresar al campo estético y decidir si ese espacio era o no era un cuadro, si valía o no como obra de arte. Más que no saber cómo mirar el cuadro, envolvía al espectador medio el desconcierto de no saber hacer con eso que desmentía la apariencia usual de la pintura: su índole explícitamente imaginaria. La característica del espacio no figurativo está en que para llegar a lo que despliega como imagen es indispensable hacerse cargo primero de su inicial manifestación de cosa.

El propio pintor no queda excluido de estos desconciertos. Los espacios que configura apuntan a sugerírsele también como cosas, asoma en ellos al compás de la elaboración una posibilidad artística que contradice la índole imaginaria. Es un llamado que articula con mayor o menor energía el quebrantamiento de la imagen para intentar su desembozada materialización corpórea. Lo que se proyectó como cuadro quiere ser problemáticamente escultura. El espacio inventado descubre desde su intimidad su posible implantación entre las cosas y el pintor afronta la disyuntiva de dejar de serlo, sofocando una quizás honesta realización del espacio que ha inventado o, por el contrario, aceptando el desafío, se pone a la obra corporal y se interna en la escultura o en algo que habrá que llamar así para no complicar la ambigua situación a que la pintura lo ha empujado.

Las invenciones de Ducmelic son un intento de salir de la pintura desde la situación sumariamente bosquejada. Son su respuesta a los problemas finales que su pintura no figurativa le planteaba, y, interpretando el proceso desde sus ulterioridades, una solución pictórica, nueva lograda desde fuera de la pintura en los términos consabidos. Las construcciones cumplieron así una función catártica. Por lo que hace a la etapa informalista significan su efectivo agotamiento. Son la consciente exploración de la última posibilidad que este orden le mostraba. Pero, a la luz del proceso entero, son uno de los factores, a mi juicio, el más importante, que impulsan el retorno a la figuración, su tercera y, hasta ahora última etapa. Lo más patente de ella será, por lo demás, un anhelo de volúmenes, una franca corporización de la mirada, una construcción de imágenes que no vacilan en manifestársenos con franco ilusionismo táctil.

Las reproducciones que aquí se publican responden a una inspiración aparentemente más próxima a la primera etapa que a la segunda. No hay inconveniente en dar por válida esta primera impresión a condición de puntualizar un par de salvedades. Por lo pronto, sería abusivo considerarla una etapa en el mismo sentido que las anteriores. Basta lo que ya tenemos, sin duda, para saber en sus amplios trazos a qué atenernos respecto de lo que significa respecto del pasado, del proceso ya cumplido. Pero no olvidemos que es una etapa abierta. Aun podemos juzgarla en su efectiva condición por el sencillo motivo de que aun Ducmelic pareciera tener mucho que decir en ella. Esta afinidad con la primera etapa no ha de confundirse con una reiteración o un arrepentimiento. Lo que hay de coincidencia con el pasado se verifica apoyado en otras experiencias, justificado por problemas que eran ajenos, en su inflexión precisa, a la primera etapa. Lo que haya de retorno habrá de comprenderse desde caminos nuevos.

La técnica, para empezar, es otra. No sé que abunden hoy ejemplos equiparables de una artesanía tan perfectamente vigilada y sometida a un estilo. Se trata de un espacio que desde formatos preferentemente menores se despliega pictóricamente en amplitudes profundas de inquietante magnificencia.

Ducmelic adopta sin titubeos y hasta con una pizca de descaro por una pintura con aires de museo. Obtiene una pintura resueltamente lisa, maneja veladuras y barnices para llegar, a base de sucesivas transparencias, a una superficie de consistencia vítrea, a una total expresión de las exhibiciones externas de la materia en favor de una profundidad interior donde el juego de valores ni siquiera se veda la incursión en el ilusionismo refinado e inquietante. Dueña de sí, la pintura no teme dar entrada a elementos reputados no hace mucho como decididamente corruptores. No teme incurrir en lo que hace no muchos años se hubiera tachado sin apelación de literario o se hubiera tratado de rescatar con el rótulo de surrealista. La solución está una vez más en el equilibrio impecable con que estos ingredientes son puestos bajo los dictados de un orden de intachable autenticidad pictórica. Así como en la primera etapa el expresionismo era refrenado por el respeto a la consistencia de las cosas y éstas asumían su existencia pintada en correlación con un orden aceptado del universo, ahora Ducmelic procura incluir en este orden un mundo edificado con vértigos rigurosos donde la propia semejanza de lo que vemos acrecienta su independencia de la común manifestación de los seres y las cosas. Es un mundo alucinado y alucinante logrado gracias a la exasperación de la inteligencia. El propio ilusionismo que en ocasiones llega a los procedimientos deliciosos y malsanos del trompe l´oeil no busca el engaño sino la más pura exaltación de la pintura y lo pictórico ; un ilusionismo que en rigor no pretende hacernos pasar por reales las entidades pintadas, sino, por el contrario, de conferirles una realidad propia, de energía análogo a las entidades a que estamos acostumbrados, pero que sólo existen en virtud de los poderes del cuadro y desde éstos nos franquea el acceso a la posibilidad de otras existencias. El realismo atribuido a la primera etapa se eleva a una versión más compleja. Un mundo pictórico donde, en efecto, la condición humana está presente en su integridad, pero una integridad que atiende menos a lo que ya es que a lo posible, menos a lo que ya existe que a lo que podría ser si lo humano se pusiera sin claudicaciones al desarrollo de todas las virtualidades de una inteligencia que se impone sus exigencias para asimilarlas hacia indefinidades variaciones. Un realismo que coincide en sus aspiraciones con la desvelada combinatoria de Borges. Un mundo real como el de los cuentos de Ray Bradbury.

El oficio ya no se interroga a sí mismo. Actúa en una técnica, reconoce la forzosidad de un estilo. Las tierras, los óxidos de hierra, componen una base de ejecución y sostén que en la mostración final del cuadro han perdido toda pesadez sin traicionar la densidad que necesitan las transparencias. Los valores se diversifican en modelados y modulados. La tonalidad parda tiene de resolverse en reflejos dorados, en un hervor o una incandescencia.

La etapa no figurativa brilla en algunos azules, en el toque fulgurante o sangriento de los rojos que desde las perspectivas misteriosas o asomados a los macizos primeros planos arquitectónicos o minerales concurren a una simultaneidad luminosa, a una claridad que brota de los cuerpos y desde ellos se impone al contorno.

Toda obra en serio nos obliga a revisar nuestras ideas, nuestros juicios y nuestros prejuicios. La obra de Ducmelic, ajena a estridencias novedosas, pregunta por el porvenir de la pintura.

Nada más fácil que salir del paso con un certificado de defunción. No compromete mayormente y permite saludar con júbilo, llegado el momento, cualquier resurrección verdadera o ficticia, sincera o interesada. Pero los funerales nos dejan con la pregunta a cuestas. Más honesto es preguntarnos qué es lo que en la pintura justifica o alienta tales necrofilias y cómo se ha venido a parar en posturas como las que proponen la destrucción del arte como una salida.

La trayectoria de la pintura de Ducmelic nos ofrece en escorzo y viva abreviatura lo que hoy queda en pie de una tradición que arranca del Renacimiento. Ducmelic nos muestra, esto es lo más claro de su lección, que los procedimientos que se han venido ejercitando en los últimos tres siglos no han caducado en bloque. Su èltima etapa explora lo que aun puede decirse sin cortar los lazos con el pasado, sin hacer profesión de adanismo o anarquía histórica. Pero nos enseña, a la vez, que el sistema en que estos procedimientos funcionaron ya no es cabalmente el nuestro. Sus cuadros de ahora exhiben con insospechada nitidez que lo que ya no sirve de fundamento a la pintura es la pretensión de conocimiento que la impulsó como una ilusión allá por el siglo XV, que marcó los derroteros en los dos siglos siguientes y que, ya cargado de reparos y sobresaltos, de nuevas ilusiones aun borrosas y de decepciones a corto plazo, fue todavía suficiente para apuntalar una concepción de ja pintura que no sólo fue compartida por Cézanne sino que se prolonga, hoy lo advertimos bien, hasta los cubistas. Lo que ha venido ocurriendo y que es inocultable ya en los finales del siglo pasado es que la pintura, en cuanto actitud para descifrarnos la realidad, se ha ido volviendo anacrónica respecto de las profundas modificaciones sufridas por nuestro contorno. Mientras a mediados del XVII aun coincidía la realidad buscada por la pintura y lo que por realidad entendían la filosofía y la ciencia, hoy ambas posturas parecen haber perdido toda conexión válida.

La vinculación constituye, en el mejor de los casos, un problema que cada pintor, sin otro apoyo que sus propias fuerzas —una tarea que es más de clarividencia que de investigación— ha de plantearse. Entre los atisbos de solución ofrecidos está la no figuración: una prescindencia de las cosas existentes para construir cosas sin modelo o, con aun mayor osadía, dejar que las materias se articulen por sí mismas restringiendo la técnica del artista a seguir las indicaciones de sus materiales. Otro conato de vinculación está en el op art. Dejar de lado programáticamente la expresión o lirismo para colocar la pintura bajo la tutela de lo que científicamente se sabe de la percepción y proponer así obras que con técnica científica sean matrices o modelos de aplicaciones en escala multitudinaria. La obra salida del op art es, en consecuencia, más afín con un aparato o, mejor, con los planos de ese aparto que con un cuadro en el sentido en que lo pintaron Vermeer o Braque. La individualidad única del cuadro, su condición irrepetible, queda abolida. Podríamos examinar otras respuestas o entrevisiones. Podríamos, por ejemplo, extendernos en la confusión que hoy reina entre los automatismos traducidos a pintura y lo que podría ser una técnica. No es preciso demorarnos para deslindar el denominador común de esta crisis que hoy es la pintura. La fractura entre conocimiento por vía de la intuición artística y conocimiento por vía de inquisición científica significa, ni más ni menos, que la idea de belleza en tonto que interpretación de lo real como construcción armoniosa e intuible, como armonía cerrada o conclusa nos es inasequible. ¿Significa esto que bastará lo que la ciencia nos dice acerca, de lo real, bastará para vivir sin necesidad ya de acudir al arte como otro asidero, como interpretación indispensable para seguir viviendo de una manera más auténtica que la de meros consumidores en una época obsesionada por la producción antes que por el producto? ¿Será el destino del arte quedar entre uno de los tantos tranquilizantes o estimulantes que fabrica a nuestra época?

No tomemos nada por definitivo. No atribuyamos seguridades ni aún a la amenaza más pavorosa. Porque si de algo empieza a darse cuenta el hombre medio es que de la ciencia y de la técnica sin más no puede vivirse. Las rebeliones de varia laya que explotan por doquier brotan de esta convicción cada día más insobornable. La asombrosa carrera de la ciencia tecnificada y tecnificante agrava antes que alivia la situación que atravesamos. No por culpa del conocimiento y de sus aplicaciones sino por haberlos malentendido en lo que efectivamente son y pueden, por propio imperativo, proporcionarnos. La ciencia actual, muy otra que la que nace con el Renacimiento, se asienta a su vez, en cuanto operación humana, en la fragilidad más peligrosa. Las precisiones admirables que acumula a diario recalcan que para que haya ciencia hay que contar con bases que la ciencia no puede darnos ni darse a sí misma. Una suerte de aparto de relojería que se asienta en una delgada película que no garantiza ninguna defensa contra la absorción de los abismos que recubre.

¿Será el destino de la pintura una multiplicable superficialidad industrial para las horas vacías de hombres incapaces de ilusiones que se hacen la ilusión de vivir sin ellas? ¿No habrá en la pintura una posibilidad de bucear en el abismo y que desde las honduras nos diga la verdad desde la grandeza de una profecía? Escucho estas preguntas mientras vuelvo a mirar los cuadros de Ducmelic. Quien ahora me lea, vuelva cuanto antes a los cuadros. Son ellos los que tienen la palabra sin peligros de fraseología. No, importa que nos equivoquemos. No importan los disentimientos. En la pintura de Ducmelic hay algo que ha tratado de redactar desde el convencimiento de que la pintura debe emanciparse de la letra y aventurarse en el mar en que todos naufragamos. La metáfora viajera es insoslayable. Podremos llegar a las playas en que se levantaron o se levantarán las nuevas ciudades?

Convoco líneas, cuerpos, colores. Un adolescente arcaico junto al caballo de la leyenda me invita a los silencios donde la pintura dice lo suyo. Pasa en un segundo mi vida y lo que quizás tendré que vivir y, olvidándome de mí, me parece que están cerca mis inexplicables alegrías. Ducmelic me trae la pintura. Heráclito cruza mi memoria: "EI fuego al avanzar juzgará y condenará todo". La llamarada envuelve mis admiraciones, mis razonamientos, mis escepticismos, mis saberes, mis preguntas. Los cuadros están ahí. Miremos los cuadros.

Mendoza, 1968.