Bosnia y Herzegovina

 

Aportes al esclarecimiento del origen de la Primera Guerra Mundial

 

Studia Croatica - Edición Especial

Buenos Aires, 1965

 

LA CONFESIÓN

Ivo Andric

 

Este cuento pertenece a la serie de narraciones que el escritor Ivo Andric, premio Nobel de Literatura para 1961, publicó entre 1924 y 1936 en tres tomos y en los que describe el ambiente católico y musulmán croata en Bosnia. La versión primicia al castellano ha sido hecha según el original, publicado en la antología de la prosa croata del siglo XX, Hrvatska Proza XX stoljeca, en Zagreb, 1943, a cargo de Milan Begovic.

 

ERA aun de noche cuando inició su descenso del monte el campesino Petar Llollo y helo aquí ahora esperando en el patio, desde temprana hora, que el guardián se desayune y lo atienda. No quiere hablar sino con él. Con las alpargatas endurecidas patea el suelo escarchado, sóplase las manos y espera. Hubo de aguardar buen rato para ser recibido por el guardián, fray Julián Knezevic, hombre instruido y bonachón, pero perezoso y dormilón, digno personaje de cuento. No había menester fray Julián confesar tal defecto; tan notorio, público e incorregible era. Con él, a buen seguro, se presentaría incluso en el Juicio Final, pues en este mundo no tiene juzgamiento ni remedio. Por fin, el campesino estaba ante el guardián y con sus nudosas manos arrugaba el fez y la desatada fajita. Llollo era un anciano canoso y aseado, tímido como un niño. Vivía solo en el monte. Tenía hijas, ya casadas. Viudo desde añares, no volvió a casarse. La ropa se la lavaban y remendaban sus hijas, que vivían en el pueblo. Así vivía solo, cuidaba en el monte rebaños ajenos, bajaba poco al pueblo y raras veces a la ciudad. Ahora, frente al guardián, su rostro reflejaba esa expresión propia de los campesinos, de aparente sonrisa y real perplejidad. Cada vez bajaba la vista ante la mirada de los grandes ojos del guardián que lo contemplaban con sosiego desde sus grandes, rectangulares y pálidas órbitas.

-Es, reverendo padre, digo este, digo que hay -un enfermo- respondía inseguro al gesto interrogante del guardián.

- ¿Quién está enfermo? -inquiría impaciente fray Julián, ya dispuesto a llamar al capellán.

- Pero, reverendo padre, no es, válgame Dios, un enfermo cualquiera, sino... así.

- ¿Cómo así? ¿Qué estás embrollando?

- Pues, digo, reverendo padre...-y aquí el campesino dio rienda suelta a su retenida locuacidad y espetó sin pausa.

- Está arriba, en la montaña, un haiduk[1], el Rosa precisamente y, excuso decirlo, enfermó, y como no tiene salvación vine a verlo para...

Ante la novedad el guardián no le dejó proseguir, llamó a dos frailes y ante ellos el campesino contó largo y tendido.

Ivan Rosa, entregado al bandolerismo hacía diez años y famoso en la comarca de Kresevo merodeaba en los últimos años por la Dalmacia y la Herzegovina, y acabó refugiándose en Montenegro cuando los franceses lo expulsaron de allí. Este otoño, en complicidad con unos montenegrinos, había asaltado, cerca de Sjenica, al correo francés que se dirigía a Estambul. Los franceses pedían enérgicamente la identificación y el castigo de los culpables y las autoridades turcas se empeñaron en hallar su rastro y echarle mano. Pensando que lo más seguro para él sería ocultarse en la proximidad de su pueblo natal, donde era menos probable que lo buscaran, Rosa se trasladó a Bosnia. Pero enfermó en el trayecto y ahora está allá arriba, en el monte, postrado, debatiéndose entre la vida y la muerte.

- ¿Y te mandó a por el sacerdote? -inquirió un fraile. -No es eso precisamente, tíos[2], -se resguarda Llollo a quien evidentemente le cuesta mucho decir la verdad y tampoco debe mentir.

-Fué así la cosa. Una mañana, para ser preciso el martes pasado, al ir en busca de leña, sentí que alguien clamaba detrás de un arbusto: "Llollo, Llollo". Me acerqué y ¡qué escena ! Un hombre tumbado de bruces, amoratado, hinchado. No lo reconocí... han pasado tantos años. "Soy Ivan Rosa -me dijo- ayúdame si tienes alma de cristiano. Hay, por aquí, a un costado del camino, en el despeñadero que da al arroyo, una cueva. No doy con ella. Llévame para que los turcos no me prendan o la noche no me deje helado". Y suplicaba en nombre de Dios. Yo busca que te busca. Finalmente encuentro el hueco entre las rocas tal como lo había descripto. Me lo cargué al hombro, pura osamenta y nada más, y lo bajé a la cueva. Entonces me di cuenta que el hombre estaba todo llagado y moribundo. Fuí en busca de pan y aguardiente. No se salvará, pienso. Ni siquiera pasa el aguardiente. "Tengo sed" -me dice. Pero tampoco puede beber agua. Se atraganta. Quise prender fuego, pero no me dejó. "No lo enciendas, -díjome- no podré atizarlo, me asfixiaré o el humo me descubrirá a los turcos". Recojo hojas secas que desparramo para darle algún calor.

Impaciente, el guardián tose con tosecilla seca, mas el campesino prosigue.

- Volví al día siguiente. Parecía sentirse más aliviado. "Cómprame -me dijo- aguardiente muy fuerte, ungüento y miel para vendar esta hinchazón". Me dio un ducado véneto. Compré todo eso y le di, además, dos badanas para su abrigo. Lo visité nuevamente, se sentía mejor. Transcurrieron así tres o cuatro días. No debería visitarlo tan a menudo para evitar ser descubierto y, por otra parte, siento lástima de él, por más bandolero que sea...

Otro de los frailes miró al guardián, intentando interrumpir el relato, pero el campesino, que lo había pensado sin duda largamente, continuó imperturbable.

-Ayer por la tarde, tomé un poco de pan y de queso y fui a verlo. Lo encontré gimiendo como un enfermo grave. Le pregunté qué le pasaba; no me contestó, se agarraba de mi gabán y jadeaba; se diría que estaba por írsele el alma del cuerpo. Al pan y el queso ni los miraba. Sin soltarme buscaba algo con los ojos. "Lo que pasa es que estás muerto de frío" -le dije. Luego de toser y esputar, a duras penas me contestó: "No es eso, Pedro, hermano mío, sino que sobre mi alma pesan graves pecados". Repite siempre lo mismo y se atormenta el cuello con los dedos. "Grandes pecados me oprimen y así no puedo ni vivir ni morir".

El campesino se detuvo, desconcertado.

- ¿Te mandó por el confesor?

El campesino se rascó la cabeza.

-No me mandó, no, por favor, pero viendo que el hombre está por morir y no puede, por ciertos pecados, dar con su alma, le sugerí: Quieres, Rosa, que vaya al convento y pida que alguno de los tíos venga, si quiere...

El campesino, aturdido, se detuvo nuevamente. Mas ahora los frailes mismos lo estimulaban. Para librarse cuanto antes de la nueva desagradable, les espetó:

- ¡Pues, no quiere! No quiere.

- ¿Cómo? ¿No quiere? -preguntan consternados los frailes.

- Bueno, con semejante fiebre el hombre no sabe lo que dice. "No quiero -dice- que venga el fraile; no puede auxiliarme. Los míos son grandes pecados", repite.

- ¿No quiere? ¿Dijo que no quiere? -exclamaron los frailes al unísono, en tanto el guardián permanecía sentado, gacha la testa, mudo.

Callose buen rato el campesino, no queriendo contar todo lo dicho por Rosa. Pero los frailes lo asediaban con preguntas y por fin confesó que Rosa había dicho que no quería "porque el fraile no tiene mujer ni hijos, ni perro ni gato, y no sabe de sacrificio ni de pecado". O algo parecido... Los frailes se miraron y el campesino, muy molesto, prosiguió al punto.

- La verdad que no sé reproducir sus propias palabras. Desvarío de enfermo afiebrado. ¿Quién puede entenderlo? Anoche no pude conciliar el sueño de tanto pensar. Qué hago; qué camino tomo, Dios mío? Me dominó el miedo. No es broma. ¡Alma hay sólo una! Y bueno, decidí venir a ver al reverendo padre, decírselo todo para no empañar mi alma con esto. Allá él, que proceda conforme a Dios y los Libros Sagrados.

El campesino respiró ahora aliviado. Los frailes intercambiaron rápidas miradas. El guardián cortó la perplejidad general con gesto rápido, mandando a Llollo al patio hasta que lo llamasen.

Los frailes de mayor edad debatían sobre qué debía hacerse. Fray Nikola Kezic, apodado el "Lobo", de voz profunda y desagradable, aconseja al guardián mirar bien lo que hace. Los tiempos están turbulentos y difíciles; este Llollo es hombre huraño y de pocas luces, y un bandolero es un bandolero. De enterarse los turcos que los frailes habían ido al monte, nada les ocurriría a Llollo y Rosa, pero los frailes y el convento cargarían con todo. Nuestro deber es ir, argüían otros, se trata de un cristiano moribundo y, de añadidura, pecador famoso y notorio. Subasic, debilucho y sin bigotes, que cursó sus estudios teológicos en Italia, sacó libros y fué pasando a todos el "Ritual" y una nueva edición de los "Derechos y deberes de los párrocos", impresa en Venecia. Fray Nikola ni siquiera quiso mirar el libro que Subasic le puso ante los ojos, señalando con sus amarillentos dedos las líneas que avalaban su opinión.

- Me informarás cuando tengamos que pagar multa.

Silencioso el guardián, la controversia se habría prolongado más de no haber fray Marko irrumpido en el refectorio. Ocupado con sus quehaceres en la cocina, fue el último en enterarse de la novedad. Entró corriendo, remangado el hábito, y, sin prestar atención a las razones de Subasic y las advertencias de Kezic, arreglose apenas el hábito, se dirigió al guardián, inclinó la cabeza y dijo en voz clara y terminante:

- Bendíceme, padre guardián, para que vaya con Llollo a atender a ese enfermo.

El guardián, como si esperara eso para decidirse, lo bendijo levantando dificultosamente su mano blanca y hermosa. Y todos aconsejaban ahora a fray Marko: salir por el otro extremo de la localidad, ir derechamente a la casa de Llollo para despistar, mirar bien que los turcos no anden por la cercanía... Fray Marko se aprestaba sin prestar oído a nadie. Apremiado, como huyendo de un incendio, se puso un gabán negro, forrado de zorrina, y calzóse las pesadas botas que hacían resonar el entero convento. Parecía más gigante y pesado aún. Bajo su cuerpo se arqueaba el petizo del convento, precedido por Llollo, que andaba al paso lento de los campesinos. Enfilaron hacia la montaña, esquivando siempre la parte céntrica del poblado.

Tras de andar tres horas, siempre cuesta arriba y a través del pedregal, empezaron a descender por el escarpado barraneo del arroyo Babin Potok. A unos doscientos pasos, se abrió ante ellos, ennegrecido, el lecho profundo y reseco del arroyo, atestado de gruesas piedras, arrastradas en el otoño y la primavera por la correntada, venida a menos ahora, en el aprieto del invierno, hasta desaparecer del todo entre las piedras y los primeros troncos. En la ladera entre dos pinos podados, asoma la choza de Llollo. Se detuvieron. El campesino echó la mirada una vez más a los cuatro rumbos e indicó al fraile que se apeara. Fray Marko, impaciente, no quiso ir primero a la casa de Llollo, de modo que llevaron el caballo entre los riscos, lo ataron a un junípero escarchado e iniciaron el descenso por el pedregal del otro lado del camino. El aldeano andaba cauto y ágil; fray Marko, en cambio, se agarraba con la mano izquierda de las piedras filosas y gemía en alta voz. Bajaron a una hendidura rocosa, gris y escarpada, que ni siquiera en verano verdea y florece. Llollo se detuvo debajo de una roca a esperar al fraile. Delante de él una abertura: casi un círculo de diámetro algo mayor de un metro. Los últimos pasos había que darlos con sumo cuidado, pues allí el pedregal se trocaba en un risco desnudo y liso, cubierto de escarcha matinal. Llollo debió haber hecho alguna señal, ya que de la cueva salió un susurro, se movió algo y apareció el extremo de un gabán gris. Llollo, luego de ayudar a fray Marko a llegar hasta la cueva, trepó al risco y el fraile se aproximó a la abertura. Pero el hedor fétido le hizo detenerse. Nunca, ni en el cementerio, ni en el lecho de enfermo en la más mísera casucha campesina, sintió semejante hedor. Olía, a la vez, al muerto que se pudre y al hombre vivo enfermo, encerrado en poquísimo espacio.

Fray Marko se sentó sobre el mismo borde, de manera que tocaba con su gorra de piel la parte superior del orificio. Recién ahora advirtió la escasa profundidad del escondrijo, casi llenado por ese gabán gris del que está asomando un hombre. Primero las manos grandes, flacas, ennegrecidas, luego, cubierto de barba y cabello canoso, el rostro deformado por una corteza negra y resquebrajada, consecuencia sin duda de orisipela y aplicaciones de aguardiente picante y hierbas. Ojos grandes, pardos, con la expresión extraviada e indiferente que la alta temperatura provoca, se concentraron por un instante en el fraile, para bajarse luego. Toda la cabeza inclinose un poco. El fraile se persignó y tras breve oración empezó a urgir al bandolero a confesarse.

Rosa se mostró más terco de lo que se podría suponer por su estado. Acostumbrado tal vez a defenderse y oponerse, sólo movía la cabeza, entre sus manos estremecidas en señal de desacuerdo. Fray Marko, tras las primeras palabras tranquilas, entró en calor y levantaba, ora una mano, ora ambas. Así, alternativamente, se veían en el aire sus manazas, por momentos con los dedos extendidos como quien, extrañado, se esfuerza por convencer y, por momentos, apretados en airados puños. De verlos alguien de lejos, sin oírlos, casi pegados, de observar sus movimientos, sin oír las palabras, los tomaría por bandoleros riñendo por el reparto del botín. Al hablar, fray Marko se adentraba con su cuerpo más y más en la cueva, olvidado de su ansiedad y del hedor. Rosa le contestaba, rehusando tercamente confesarse; hablaba confusa y secamente, sin ganas, como hombre sin esperanza ni asomo de poder explicarse, o sin interés de persuadir. Lengua hinchada y desdentada boca, más fuerte que su voz se oía el silbido y el ronquido de su ancho pecho, acompañando, río subterráneo, cada una de sus palabras.

Rosa admitía que no quería confesarse y que no había pedido un sacerdote.

- Bueno, repetía, es verdad que lo dije: ustedes que viven en los conventos, sin hogar ni preocupaciones, Sin... mujer e hijos, no pueden saber estas cosas. No sabéis cómo se vive en el mundo y cómo uno peca. Si, lo dije. No sabéis y que más da.

Fray Marko no pudo dominarse, instantáneamente nervioso.

- ¿Cómo? ¿Cómo qué más da? ¿Dónde tienes la cabeza? ¿No ves, pobre de ti, que el mismo satanás te induce a pensar así? ¿No tengo mujer? ¿Y eres tu mejor por tenerla? ¿Y dónde están esos tus hijos?

Rosa torció dolorosamente el rostro y procuró volver la cabeza, como enfermo impaciente. En su pecho resonaba cierto ruido, cual palabras que no podía o no valía la pena expresar.

Mientras, Fray Marko se calmaba, ablandado.

- Hijo mío, no es el fraile, hecho de carne y huesos, quien escucha la confesión y absuelve, sino el secreto de Dios y Su mandamiento.

Con flúida locuacidad seguía hablando de Cristo, de su sangre inocente que lava las iniquidades de todos los hombres, del reconocimiento de los pecados y del perdón, sin el que el hombre no puede vivir.

- Todos los días se crucifica al Hijo de Dios como víctima inocente, lo que se repetirá mientras haya un solo hombre sobre la tierra.

- ¡Confiésate y arrepiéntete, Rosa!

Luego, viendo que el bandolero ni se movía, le pintaba el infierno y lo amenazaba con sus castigos. Rosa se encogía levemente de hombros.

- Bueno, no estaré solo allí.

Pero en seguida le abandonaban las fuerzas y el deseo de desafiante resistencia, y fray Marko volvía a la carga gritándole encolerizado.

- ¿Cómo? ¿De dónde lo sabes tú? "¡No estaré solo!". Puede ser que estés solo. Mira, mira qué hombrecito. Y quién te dijo que te iba a esperar allí? Solo, claro que estás solo. Quien está en el pecado y no con Dios, está solo. Solo por siempre. Y quien está con Dios, nunca está solo, sea en la montaña o bajo la tierra.

El bandolero, cuya inmovilidad sólo interrumpía el encogimiento de hombros, irritó a fray Marko al extremo de hacerlo volver a su hablar habitual.

- ¡Míralo! No digas sandeces, pobre de ti. ¿Qué te pasa?-lo increpaba como si estuviesen en el patio del convento, desatando los caballos, o empujasen el carro atascado en el fango.

- Dios no es el comandante de Kresevo para huir de él y esconderse entre los peñascos. Dios ve y recuerda de otro modo.

El tono de su voz se suavizaba de súbito apenas tocaba temas trascendentales.

- Confiésate y arrepiéntete, amigo Rosa. Ves que Dios no te ha olvidado en tus pecados ni en tu desgracia. No hay desierto ni la montaña en el mundo, ni en la montaña escondrijo donde la Gracia divina no pueda llegar. ¡No lo hay amigo, no! Tú razonas: merodearé como bandolero quince años, luego me refugiaré en el monte, moriré allí y asunto terminado. Pero no sabes que la Gracia divina te lleva de cordel, te alcanza bajo la tierra y bajo las rocas. Olvidaste que hace tiempo, de pequeñín, fray Marko te bautizó en la iglesia de Santa Catalina; que llevas la cruz en la frente y no puedes eludir su peso. Y ahora, Dios te exhorta y llama para que te confieses a él.

En el pecho de Rosa acallose el ruido o se hizo imperceptible. Con la frente pegada a la hojarasca, la cara echada más bien hacia la roca, Rosa yacía mudo e inmóvil. Flaqueada la oposición, fray Marko atacó con mayor ímpetu, recurriendo a toda su elocuencia y su dulzura. Hablaba de grandes pecadores cuyos pecados fueron perdonados por una buena obra al final de sus días. Volvía siempre a la Gracia divina que ni se ve ni conoce, pero que visita tanto la caverna del bandolero como la celda del anacoreta. "Dios no quiere la muerte del pecador". Rosa escuchaba el sermón como un murmullo monótono adormeciente de su dolor físico y espiritual; mas de golpe se sacudía y movía la cabeza, obstinado y sin esperanza. Arrancado fray Marko de su razonamiento pausado y comedido, se inclinaba a vérselas con Rosa en forma campesina, tosca, balbuceante de desesperación.

- ¡De nuevo, siempre lo mismo! ¡Oh, rayos y truenos...! Al rato se dominaba, calmado.

- Ay, pobre de ti, Dios te llama y tú meneas la cabeza como un rocín viejo.

Pero, apenas pronunciaba de nuevo la palabra Dios, se apoderaba de él el entusiasmo anterior y su elocuencia abundante y fluida brotaba espontánea. Rosa, a su vez, lo escuchaba por momentos quieto y silencioso. Escena harto repetida. Fray Marko mostraba creciente obstinación a medida que la oposición del bandolero decaía hasta que, por fin, aplacada totalmente, quedó vencido. Empezó a rezar, tras el fraile, a intervalos, y todavía con desgana, la oración inicial; luego arrancó a decir sus pecados, fechorías de bandolero, y a contar su vida desde los primeros recuerdos. Al hablar solía bajar la voz y tartamudear a ratos, como si ciertas cosas no quisiera tener que confesarlas, sino que el fraile acertara a adivinarlas. Fray Marko le ayudaba y estimulaba con palabras, gestos y muecas, aun estando a punto de desvanecerse en el ahogo de un nudo en la garganta. Por último, olvidado de sí mismo, introdujo en la cueva la parte superior del cuerpo, pegó su oreja al rostro de Rosa, llenando la cueva así adheridos, como un extraño cuerpo retorcido.

El susurro se hizo, en cierto momento, más agudo y acelerado, casi enteramente incomprensible. Rosa se esforzaba como arrancándose a sí mismo la confesión que, ya imposible de retener, quería abreviar. Jadeábale el pecho atrozmente. Fray Marko, tenso como un cazador, captaba el cuchicheo del bandolero directamente de boca a oreja.

De repente, el fraile levantó la cabeza y luego, bruscamente, la parte superior del cuerpo. Se asomó hacia afuera y, prendido de los bordes de la roca, se inclinó como quien, ahogándose, busca aire y alivio. No podía más. Amarrillenta la cara y llena de sudor, que el aire invernal enfriaba, pero lo que desfiguraba su cara campesina, naturalmente rústica, era su mirada, nueva, rígida, un tanto bizca de miedo, de incomprensión y de impotente compasión. Miraba con ojos aviesos y sin ver nada; respiraba aceleradamente. Se dominaba otra vez, volvía a su pecador, adhiriéndosele como para ocultarlo. La confesión seguía, Fray Marko, empero, solía despegarse del bandolero, volvía la aterrada cara hacia afuera, como queriendo apartarse de lo que oía, pedir ayuda y consejo, clamar por alguien que lo asesore, tranquilice y saque de ese callejón oscuro. Pero, su mirada topaba siempre con el cielo gris y el desolado paisaje invernal en el valle.

Al confesar lo último y más grave, calló Rosa, agotado. Se oía solamente su monótono y dificultoso jadear. Fray Marko consiguió a duras penas hacerle repetir, tras él, las breves palabras de arrepentimiento: "De esos y los demás pecados de toda mi vida, me arrepiento de todo corazón... "El fraile, apartándose algo y moviendo enérgicamente la diestra, hizo la señal de la cruz sobre la abertura de la cueva, como si lo bendijese todo adentro y absolviera al bandolero de "todos sus pecados y castigos". Despidiéndose, fray Marko le aseguraba que le traería la comunión y que la Gracia divina, recuperada ahora, velaría por él, protectora. El bandolero apenas se movió; tan sólo un débil e indiferente movimiento con la mano.

- ¡Pues, haga conmigo lo que le dé la gana!

Fray Marko, demasiado cansado y aturdido, no quiso enzarzarse en nuevo debate con Rosa, sólo le exhortó una vez más a no perder la esperanza en la divina Gracia. Luego, respirando con dificultad y tiritando de frío, pues el sudor se había helado rápidamente, escaló con gran esfuerzo la roca hasta el camino donde lo esperaba Llollo.

Arribados a la casa solitaria de Llollo, semioscura, lúgubre y sin barrer, fray Marko se tumbó sobre el catre que, crujiendo, se hundió bajo su peso. Estiró las piernas, dejó caer las manos como quien se entrega totalmente al cansancio aguantado largamente. Excusándose a la usanza campesina, Llollo trajo una escudilla llena de suero, un puñado de queso fresco, dos cabezas de ajo y cortó un pedazo de pan de maíz. Fray Marko, estiradas las piernas, cogió con las palmas de la mano la escudilla y empezó a beber. Bebió largo rato, con ruído; el pecho se le hinchaba y en silencio resonaba su fatigosa respiración y el trasegar del suero.

Tanto tiempo bebió que el campesino, de pie, con las manos cruzadas ante el fuego, miraba, incómodo, ora al fraile, ora al frente. Con gran pena el fraile apartó la taza de su boca y, buscando aire, como excitado, la pasó a Llollo. Resopló buen rato, atusándose los bigotes, y luego empezó a comer con apetito queso, ajo y pan cual un trillador en la era. Por momentos se detenía a medio bocado, fijaba sin sentido la mirada, permaneciendo así ensimismado hasta que el campesino se movía y lo despertaba de sus reflexiones. Luego volvió a comer como un lobo. Cuando finalmente se hartó de comer y beber suero, se persignó a viva voz, quedándose inmóvil y pensativo. El campesino tosía, atizaba el fuego y bostezaba, invocando el nombre de Dios, sin atreverse a proferir una sola palabra ni tampoco a prender la pipa, aunque la sacudía sin cesar y la golpeaba contra su alpargata.

Al cabo, cambiando apenas una que otra palabra, se pusieron en camino: el fraile a la ciudad y el campesino, con un jarro de leche, rumbo a la cueva. Cuando llegaron a lo alto de la roca, allí donde sus caminos se separaban, el fraile montó su rocín y el campesino, agachada la cabeza, se apartó un poco.

- ¡Bendígame, tío!

- ¡Qué Dios te bendiga!

Sigiloso y veloz bajaba el campesino por el pedregal. De repente se detuvo, miró hacia abajo, se volvió y gritó:

- ¡Tío!

El fraile, no lejos aún, se paró y esperó sobre el caballo. Tras cambiar unas pocas palabras se apeó, apoyándose en un carpe y ambos marcharon ladera abajo. En la mitad del camino a la cueva, el campesino se detuvo y le indicó con la mano: allí muy abajo, encima mismo del arroyo, estaba Ivan Rosa doblado sobre un árbol retorcido singularmente. Lo reconocieron por el gabán gris de corte foráneo. Convinieron que Llollo, pese a todo, echase una mirada a la cueva. El escondrijo estaba vacío. Ya no cabía duda: lo que se veía junto al arroyo era Rosa. Deslizarse por el risco resultaba harto difícil, casi imposible. El campesino dió, pues, la vuelta, descendió por el lugar menos escarpado y cubierto de arbustos. Desde allí, siguiendo el arroyo, descendió hasta debajo de la cueva y, agarrándose de troncos y raíces, subió a la orilla. El fraile lo contemplaba girar alrededor del bandolero y expresar con ademanes que todo estaba terminado. Fray Marko permaneció sentado buen rato, apoyada la cara en las manos, hasta que oyó resonar los pasos de Llollo. El campesino estaba aturdido. Con todo, veíase claramente lo sucedido. Presintiendo próxima la muerte, que en los seres vigorosos incita el deseo de huir, Rosa tal vez intentó bajar al arroyo. Pero, atolondrado por la fiebre, no advirtió el risco que lo separaba del arroyo o sobreestimó sus fuerzas, y se deslizó ladera abajo. Se asió de un álamo joven, que crecía en la ladera. Bajo el peso de su cuerpo el álamo se dobló sin quebrarse y él quedó atravesado en el árbol desnudo. El ancho cuello del gabán gris se dió vuelta cubriéndole la cabeza entera. A no ser por las manos ennegrecidas y los grandes pies que se divisaban en las alpargatas, parecería que alguien hubiese tendido en el álamo doblado su capote para que se secase. Así exhaló Rosa su postrer suspiro.

¿Qué hacer? El campesino proponía no darse por enterados; no tocar el cadáver y nada comunicar a los turcos. Por el contrario, el fraile opinaba que debe darse sepultura a un cristiano. Pero el campesino se oponía con inesperada energía.

- ¡No, tio, que Dios te dé salud y vida! Que Dios nos perdone, pero tú sabes lo que se dice: donde hay cadáver, hay investigación. Y donde se investiga, cae la multa. Mi casa es la más cercana. No podría sacármelos de encima. Más bien, cuando oscurezca, lo trasladaré al otro lado del arroyo para darle cristiana sepultura. Pero de ningún modo de este lado.

Con el cansancio de todo lo vivido este día, taciturno y abstraído en su pensar, el fraile ya no pudo discutir con el campesino atemorizado y tozudo. Se despidió de él, seco y distraído.

Por una hora trotó entre los pinos y por fin llegó a una cresta, desde la que apreciaba la localidad dispersa, y asomaban en la lejanía los blancos muros y el pesado techo del convento. Se presentía el anochecer temprano como si ya, no más, bajaba del cielo.

Fray Marko se frota los ojos. Como si recién ahora se recobrara y todo le fuese claro. Una tras otra reviven y se posesionan de él las confesiones del moribundo Rosa. Tan pronto ahuyenta una, asoma otra, más horrible y grave aún. Acompañando cada confesión oye los quejumbrosos ronquidos de Rosa. Estremécese y tiembla de miedo.

Y comienza a temer por el alma de Rosa.

- ¡Malhaya su suerte, no se arrepintió como es debido, hijo del demonio! ¡Por cierto que no!

Fray Marko procura repeler con energía la duda que lo oprime. Más, entre las amonestaciones a Rosa y las palabras a media voz con que trataba de ensordecerse, revuélvense en él los recuerdos de la confesión de Rosa. Todos pecados horribles, incomprensibles, fechorías innecesarias y absurdas, al parecer sencillamente improbables, imposibles. Se suman así, día tras día, año tras año, cada vez más negros y más insensatos, hasta ese álamo doblado en el arroyo seco y pedregoso.

Por todos lados, piensa, ambulan las almas bautizadas y quedan esparcidos los cuerpos humanos. Ganas tenía de clamar a grito herido, pero sólo se encorvó en la silla. El caballo aminoraba su trote. Fray Marko, la cara agachada hasta las crines, imploró con fervor y contrición: "Sálvalo, Madre de Dios".

La oración lo calmó. Consiguió ahuyentar por un momento la recordación de los pecados que, desde luego, nunca lograría comprender, y silenciar el pensamiento sobre el mal que acecha a toda alma. Sin embargo, la gran tristeza de la que no logró sustraerse, ni tampoco recuperarse de su cansancio vespertino, volvió a embargarlo. Se sentía vacío y acosado en lo íntimo. En vano procuraba concentrarse nuevamente en la oración. En su conciencia se multiplicaban y alargaban sin cesar arroyos desecados, grietas desnudas, peñascosas, infinitas. Por todos lados -piensa- ambulan las almas bautizadas y quedan esparcidos los cuerpos humanos.

De nuevo, con pasión y vehemencia, lo asaltó el deseo de gritar, de salvar y hacer entrar en razón a quienes están perdiendo su alma. Hay un ancho, hermoso camino de Dios, qué los impulsa a desviarse de él? Cómo no lo advierten? Como siempre que se planteaba tales interrogantes, la sangre le subía a la cabeza por tanta sinrazón y ceguera, y, de golpe, se detenía y preguntaba de sopetón como para sorprender a alguien:

- ¿Por qué pecan?

Se crispaba para calmarse luego, despertado por su propia voz. A medida que la sangre bajaba y fluía hacia el corazón, se apagaba también, al instante, su exasperación y cual un eco, repetía, en voz baja y triste:

- ¿Por qué pecan?

No acertando qué contestar, se consolaba pensando en la Gracia divina, inescrutable pero omnipotente, que también a ese desgraciado Rosa indujo a último momento a pedir perdón.

- ¡La Gracia divina! -repetía incesantemente en su fuero interno, aferrándose con espasmódica ternura a esas palabras que tantas veces había pronunciado hoy.

- ¡La Gracia divina!

No obstante, no logra del todo despejar la duda y la tristeza. Especialmente lo subleva y amarga ese final inopinado, feo y triste. Repitiendo sin cesar sus dos palabras -la Gracia divina- no pudo contenerse de agregar, susurrando con su áspera voz de campesino:

- ¡Pero, cómo y por qué lo arrojó sobre el álamo!

Meneaba la cabeza, acosado por grave incertidumbre, en tanto que oscurecía y el rocin apresuraba su trote hacia el monasterio.

Traducción del original croata: Branko Kadic

 

 



[1] Bandolero, de los que merodeaban por los Balcanes durante el dominio turco. En ciertas épocas y lugares esos forajidos actuaban en grupos como guerrilleros contra el conquistador otomano, lo que se refleja en las baladas y poesía populares croatas. (N. del Traductor.)

[2] En Bosnia y Herzegovina los católicos suelen llamar así cariñosamente a los frailes. (N. del Traductor.)