APUNTES DE SPLIT

Por Irene Lukovich

Periodista

 

Dejarlo todo y partir. O volver. Porque el lugar de nuestros antepasados, ¿no es también un poco el nuestro? Tal vez más de lo que imaginamos.

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La previa

Conocí Croacia en unas vacaciones horribles. Para dejar los rodeos de lado; las peores de mi vida. No era responsabilidad, claro está, del lugar, sino de la compañía: y no me refiero a la de viajes, sino a la que tenía a mi lado. Los cálculos mentales sobre cómo escapar de la pequeña embarcación que me tenía a bordo sin ser descubierta (misión condenada al fracaso por anticipado), dejaban cada tanto espacio para la contemplación: ese mar, esa gente, esos pueblitos, merecían otra oportunidad. Mi vida la merecía. Definitivamente.

Dos años después llegó la secuela, pero no como en las películas: esta vez la segunda parte resultó muchísimo mejor que la primera. Los nueve días que pasé en Split a pura playa, zambullida, atardeceres y ensalada de pulpo me convencieron de que, en realidad, yo debía regresar y vivir la experiencia como una croata. Contagiarme ese ritmo pomalo. Tardar dos horas en tomar un café chico en la Riva…

En fin; como pasa pocas veces en la vida -pero por suerte en las importantes- los astros se alinearon y este año, -Croaticum mediante- puse proa nuevamente a Croacia, para instalarme allá por seis meses. Saqué el pasaje, junté mis petates, alquilé mi departamento en Buenos Aires, dejé mi trabajo y…..y? ¿Te volviste loca o qué? ¿Dejaste tu trabajo en la redacción y te mudás por un semestre a un país donde no conocés a nadie? ¿A estudiar croata? ¡¿Por qué?! La respuesta –lo sabía entonces y lo sé mucho mejor ahora- resultaba simple: porque sí, porque quiero, porque siento que lo tengo que hacer, porque Croacia es también mi lugar, porque ese mar es también parte de mí, porque esa gente -con la que al principio me entendía un poco en inglés, un poco en italiano y mucho por señas- es también mi gente.

Dobrodošla

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Aterricé en Split el primero de marzo a la noche. Milagros de la temporada baja, resulté la única pasajera en el bus entre el aeropuerto y la ciudad. La falta de turistas convertía a la ciudad en el observatorio ideal para estudiar el comportamiento local…

Lo primero a mencionar es que el deporte nacional en Croacia no es el fútbol, ni el handball, ni el básquet: es tomar café. En Split, si es primavera se lo toma a la mañana en la Riva y por la tarde del otro lado del Palacio. En verano, igual pero al revés: de día en el frescor del Palacio y a la nochecita sobre la Riva. Y es un hábito que se repite los lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado y domingos (y también los feriados, claro). Pero atención foráneo: donde se toma café es muy improbable que le sirvan algo de comer, así que si tiene ganas de acompañar su kava con algún croissant, cruza hasta la panadería y se lleva uno con usted. No se preocupe que el camarero del bar no sólo lo deja hacer, sino que es quien se lo sugiere.

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Una vez tomados los cafés de rigor, llegó el momento de empezar las clases. ¿Fecha de inicio? ¿Grilla de horarios? ¿Cronograma? Nada de eso. Estamos en Split y, como en Buenos Aires, todo se resuelve sobre la marcha. Finalmente, ¿alguien se quedó sin aprender? No. En definitiva, no importa cuánto tarden en darte las coordenadas o vos en entenderlas: en Croacia todo se termina solucionando. Y eso es exactamente así. ¿Tu permiso de residencia de estudiante estuvo listo quince días antes de que terminen las clases y luego de ocho visitas a la central de policía? ¡Nema problema! ¿Para qué lo querías antes? Y aunque parezca mentira, ese tipo de asuntos, que requieren de infinita paciencia e inicialmente nos desesperaban, fueron los que nos iban bajando las revoluciones. Porque está claro que en Split las revoluciones te bajan al mínimo indispensable.

Las dos primeras semanas las pasé congelada pero, sobre todo, despeinada: el Bura no dejaba de soplar. Pero al terminar esa quincena ya había empezado las clases (las de idioma y las de historia y cultura croata), ya conocía a quienes se convertirían en queridísimos amigos –argentinos y locales- y concretaba la mudanza desde el Dom de estudiantes hacia el departamento que alquilé, con una vista al Adriático que ni en mis mejores sueños hubiera imaginado. Sí, se los dije, los astros estaban alineados. Y lo estuvieron en cada minuto de esta aventura.

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La rutina inicial consistía en ir a clases, estudiar, tomarse un cafecito, peregrinar por las oficinas de rigor en busca del papelerío necesario y compartir una copa con amigos. Cuando el clima lo permitía emprendía larguísimas caminatas por el Marjan, al menos una vez por semana veía alguna buena película en el cine Zlatna Vrata o en el Karaman (según me contaron, el más antiguo de Croacia) y cada día atravesaba el Peristil completamente desierto (experiencia que, en noches de luna llena, podría calificar de cuasi mística).

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¿Les dije que no conocía a nadie cuando llegué? Bueno, yo no conocía a nadie pero aparentemente medio Split sabía de mí, incluso antes de intercambiar dos palabras. El asunto es así: charlás con la vendedora del Pazar un día, y a la mañana siguiente el camarero que te atiende (al que nunca le habías visto la cara) ya sabe que sos argentina, cuál es tu profesión y por cuánto tiempo te vas a quedar en la ciudad. Esa familiaridad, que al principio me resultó una pesadilla (me sentía en un capítulo de Gran Hermano), con el tiempo me terminó encantando. Y es que la gente de Dalmacia es un capítulo aparte. Les encanta meterse en la vida del otro, un poco por chusmas, pero mucho por legítimo interés. Así, es bastante habitual si alquilás un departamento que la propietaria entre en tu ausencia para cerrar los postigos de las ventanas si está por soplar un fuerte viento (si, ya voy a desarrollar más adelante el tema “los croatas y las corrientes de aire”); que la vecina de playa te recomienda que te cubras si le parece que tenés la espalda un poco roja por el sol; o que la vendedora de la perfumería, motu proprio, te “obligue” a cambiar de shampoo porque piensa que tenés el pelo asqueroso (y pone cara de “asqueroso”) por culpa del mar. Todo esto, que inicialmente puede chocar, doy fe que está motivado por la bonhomía. La misma que permitía mantener charlas larguísimas con desconocidos, que hacía que el camarero de Bene recordara un año después quién era yo y qué tipo de café me gusta tomar, o que el señor que alquila las bicicletas a la entrada del Marjan no me haya pedido jamás mi documento como garantía, y me saludara siempre, con una sonrisa, por mi nombre y apellido.

En la próxima entrega, el desarrollo del prometido tópico “los croatas y las corrientes de aire”, sinusitis croata y la visita a un médico excepcional, todos de fiesta por Sveti Duje, exámenes y fin de clases, recorrida por el país de mis antepasados y tsunami de turistas a la vista.